Dejaré Morir

"Aprender a dejar morir lo que tiene que morir”. Cuando leí esta frase me pregunté si no había dejado morir ya lo suficiente. Hoy la leo desde otro lugar de mi corazón y no quiero que muera; la creo tan buena y tan necesaria. Ella confía en la bondad como el arma más poderosa para salvar a las almas y para recibir el amor que anhela de esos seres inaccesibles, misteriosos, que están y no están. Por momentos, ella cree leerlos, sentirlos, sonríe con la ingenuidad de los corazones vírgenes, con la candidez de la niñez y la sencillez de la existencia. Pero también salen las reacciones inmaduras, que son totalmente naturales de los niños, como cuando no entendíamos por qué nos quitaban los dulces. ¿Por qué a mí? ¿Cómo hacerle entender a esta criatura que le hace daño, que le dolerá la pancita y después no tendrá dientes sanos para mostrar a sus amores?

Esa misma sensación me embarga en mi adultez. Ella no quiere irse, jala mi blusa y no puedo evitar sentir pena por ella. Mis ojos se encharcan mientras ella me implora... Me duele el pecho. Quisiera no mirarla y ser tan fuerte para dejarla ir, pero pienso: ¿Quién la va a alimentar? Ella está solita. ¿Quién le dará calorcito? ¿Y si muere por mi culpa? Pero los niños no comprenden las razones, así estas sean para su bien. Me odiará un ratito, pero después se distraerá y encontrará la manera de sobrevivir. Esta idea me da un poco más de calma para quitar su manita e irme sin mirar atrás, sin siquiera intentarlo, sin siquiera pensarlo. Cierro los ojos, enmudezco mis oídos y sus gritos los siento como el eco de mi voz.

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